Ya lo escribió Samuel Gili Gaya: La palabra es un arma de doble filo. Y Luisa Valenzuela en pleno siglo XXI apuntó en su ensayo titulado: Las Malas palabras, que las palabras no son ni buenas ni malas, sino un signo que dependen del uso. La polivalencia de la palabras es lo que le otorga su valor, peso y significación. Hay en Hispanoamérica patronímicos ( apellidos que en nuestro mismo idioma español son solo eso, un apellido y en algún país latino tienen una connotación soez ). Las palabras no tienen signo, el signo de positivo o negativo; de benevolencia o procacidad, se lo ponemos nosotros los usuarios, los hispanoparlantes. Siglos atrás Ángel Rosenblat en su magistral escrito: El español de América lo explicó con gran humor y claridad. Para el linguista las palabras son signos de comunicación, ni las hay buenas, ni las hay santas, ni las hay malas; todo depende del contexto del discurso en que se emplean y de la connotación en que se utilizan las mismas. Desde José Luis González en su conocido cuento titulado: En el fondo del caño hay un negrito ( 1950 ), hasta Gabriel García Márquez, premio Nóbel 1982, palabras como mierda, pendejos y otras voces; han sido empleadas para dar fuerza a sus historias, fuerza a sus personajes, fuerza a sus conflictos y hacerlos creíbles ( llámase a esto: verosimilitud literaria ). Luis Rafael Sánchez nuestro escritor nacional por excelencia atestigua esto en su gran novela La guaracha del macho Camacho en ( 1975 ). Recientemente publica en El Nuevo Día, una columna que merece ser leída, excelsa y jocosa, reflexiva y atinada, la certeza de nuestra realidad linguística explícita, honesta y maravillosa, como todos sus escritos. Nuestro Luis Rafael es el maestro de la palabra, nuestro rostro nacional, nuestra boca isleña en el marco internacional, sirva este espacio para compartir la misma. Texto obligado y obligatorio para reconocer que somos más que lo que comemos, más de lo que decimos, más de lo que hacemos. Nos ha fascinado esta columna que respetuosamente compartimos en este blog, publicada el 18 de enero, El Nuevo Día.
18 de enero de 2015
El Nuevo Día- Columnas
¿Dónde queda el carajo?
Luis Rafael Sánchez/ Escritor
Me pregunto dónde queda tal lugar
cuantas veces oigo el dictamen “Que se vaya al carajo”. Porque de un dictamen
se trata, de un veredicto cuasi judicial, de una pena a cumplirse allí. Un allí
desagradable al cual uno destina la gente impropia, entremetida, problemática.
Escucho mandar al carajo dondequiera. Escucho el dictamen surgir de las bocas de catedráticos, de médicos que son ases con el bisturí, de estudiantes de escuela elemental, de esposas pasadas por el altar. Tantas veces oigo mandar al carajo que me preocupa ignorar dónde queda. En cuál continente, en cuál hemisferio, en cuál país.
Empeñado en combatir mi ignorancia repaso el “Atlas del mundo” de Hammond. El libraco compila mapas de tamaños variados. Para mi desconcierto no hay referencia al carajo en los mapas, los índices, los calces de las fotografías, el desglose de islas que componen los archipiélagos.
Como no soy hombre de arredrarse a la primera derrota me animo a procurar el carajo en los diccionarios del idioma español que tengo a mano. La palabreja no aparece en el “Nuevo pequeño Larousse”, como tampoco en el “Diccionario de uso del español” de María Moliner, como tampoco en el “Diccionario ideológico de la lengua española”. Menos mal que el “Diccionario de la lengua española” de la Real Academia de la Lengua sí recoge la palabra carajo, pero como sinónimo de pene. Y el carajo al que mandamos los puertorriqueños no tiene un perfil carnal.
Escucho mandar al carajo dondequiera. Escucho el dictamen surgir de las bocas de catedráticos, de médicos que son ases con el bisturí, de estudiantes de escuela elemental, de esposas pasadas por el altar. Tantas veces oigo mandar al carajo que me preocupa ignorar dónde queda. En cuál continente, en cuál hemisferio, en cuál país.
Empeñado en combatir mi ignorancia repaso el “Atlas del mundo” de Hammond. El libraco compila mapas de tamaños variados. Para mi desconcierto no hay referencia al carajo en los mapas, los índices, los calces de las fotografías, el desglose de islas que componen los archipiélagos.
Como no soy hombre de arredrarse a la primera derrota me animo a procurar el carajo en los diccionarios del idioma español que tengo a mano. La palabreja no aparece en el “Nuevo pequeño Larousse”, como tampoco en el “Diccionario de uso del español” de María Moliner, como tampoco en el “Diccionario ideológico de la lengua española”. Menos mal que el “Diccionario de la lengua española” de la Real Academia de la Lengua sí recoge la palabra carajo, pero como sinónimo de pene. Y el carajo al que mandamos los puertorriqueños no tiene un perfil carnal.
De repente grito “¡bingo!” En el “Diccionario de voces coloquiales de Puerto Rico”, recopilado por Gabriel Vicente Maura, se enumeran cuatro acepciones para la voz que me interesa en especial. 1. Ser un carajo a la vela. 2. Ser un jugador del carajo. 3. Carajo, aquí mando yo. 4. Mandar a uno pa’l carajo. Lástima que ninguna de las cuatro acepciones noticie dónde queda el lugar de cuyo nombre no quiero olvidarme.
Salgo de la baticueva donde escribo y me refugio en la habitación que los diseñadores de espacios interiores nombran el “family”. En plan bruto me zampo en el sofá a aguardar porque sean las cinco de la tarde y empiecen los noticiarios televisivos. Mientras aguardo me divierte el anuncio de un programa que tiene por figura central a Raymond Arrieta.
Nuestro espléndido actor triunfa en el arte de deformar los rasgos, los gestos, los estallidos vocales de personalidades del espectáculo como Don Francisco y la doctora Polo. Arrieta triunfa, por tanto, en el arte de la caricatura, arte que cobra inusitada vigencia por cortesía del ataque a la revista francesa “Charlie Hebdo”.
Un ataque perpetrado por los tristemente célebres hermanos Said y Cherif Kouachi, quienes entran a la Historia como terroristas y como caricaturistas. Pues una trágica caricatura de la fe supone el desmadre a mansalva que organizaron. ¡Si esa cobardía supone una muestra de fe en la divinidad, entonces gritemos un hurra al ateísmo y a los ateos!
De repente la inteligencia se me aclara. De repente me digo que el carajo no puede aparecer en los mapas porque el carajo ubica en el reino sin límites de la fantasía personal. A las pailas del carajo mandan unos, al soberano carajo mandan otros, al carajo básico manda la inmensa mayoría. Entonces, la fama de mala palabra que acarrea carajo es injustificada. Carajo no define un acto obsceno. Carajo no apoda una zona íntima del cuerpo. En todo caso, la vulgaridad que se le achaca al inocente vocablo se la presta la intención de cada usuario.
Lúcido, el escritor peruano Ricardo Palma afirma: “La gente mojigata se escandaliza, no con las acciones malas, sino con las palabras crudas”. ¿No habrá llegado la hora de comenzar a escandalizarse con la acciones malas? La hora de escandalizarse e indignarse. ¿No habrá llegado la hora de mandar al carajo inapelable a los fanáticos y a los fanatismos?