Muere Gabriel García Márquez
Autor de innumerables obras literarias y ganador del Nóbel. Lee mis dos cuentos favoritos.
Gabriel García Márquez
(Aracata,
Colombia 1928—)
Un señor muy viejo con unas
alas enormes
Al tercer día de lluvia habían matado
tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio
anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche
con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba
triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las
arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían
convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al
mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los
cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el
fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre
viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes
esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado
por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio.
Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un
trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y
muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo
había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y
medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo
observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy
pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron
a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena
voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y
concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave
extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a
una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó
con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que
venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la
lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de
Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la
vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes
fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo
a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un
garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo
encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando
terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el
niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron
magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y
provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando
salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario
frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole
cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete
alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos
menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas
sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado
alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido
a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos
visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la
tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del
Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo.
Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que
le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más
parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado
en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta
y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores.
Ajeno a las
impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró
algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los
buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al
comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros.
Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un
insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas
parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de
su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles.
Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos
contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala
costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos.
Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las
diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para
reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo,
para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final
viniera de los tribunales más altos. Su prudencia cayó en corazones
estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al
cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que
llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de
tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de
feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos
por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino
una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por
encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de
ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más
desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los
latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no
podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que
se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y
muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que
hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque
en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila
de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del
horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio
acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado,
aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de
sacrificio que le arrimaban a las alambradas.
Al principio trataron de que
comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina
sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como
despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y
nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que
papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia.
Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca
de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le
arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos
le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La
única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un
hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo
creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con
los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de
estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía
de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia
sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría
entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la
de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad
de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un
juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había
perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el
convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si
podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente
un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta
el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto
término a las tribulaciones del párroco. Sucedió que por esos días, entre
muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo
el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por
desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la
entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas
sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que
nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del
tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más
desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba
los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la
casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después
de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo
en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la
convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las
almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado
de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin
proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los
mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un
cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le
salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo
a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles
en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían
entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando
la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre
Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar
tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos
caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que
lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con
balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los
cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se
metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca
del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se
compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda
tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de
aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna
vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no
fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que
ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa
nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no
estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y
acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había
metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos.
El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero
soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin
ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió
al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos
soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible
que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus
alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no
podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño
fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado
el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un
moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento
después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo
tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por
toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una
desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus
ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con
los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas
plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir
en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas
delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en
que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina
sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo,
no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros
soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde
nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas
unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían
un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos
cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie
oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una
mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando
un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por
la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran
tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo
a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que
resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar
altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo
vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con
un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar
la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera
ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario
en el horizonte del mar.
Gabriel
García Márquez
(Aracata, Colombia 1928—)
El
ahogado mas hermoso del mundo
Los
primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por
el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que
no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero
cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los
filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba
encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él
toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los
vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo
cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos
conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado
demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos.
Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que
todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez
la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de
ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que
era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza
de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era
un muerto ajeno.
El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios
de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La
tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el
viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años
tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y
todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el
ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que
estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar.
Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos,
las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de
esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la
rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que
su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas
estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales.
Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el
semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura
sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron
de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se
quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el
mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo
no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante
grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron
los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales
de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su
desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos
pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia,
para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en
círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el
viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan
ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con
el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su
casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más
firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de
hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta
autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus
nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar
manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en
los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que
no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en
una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los
seres más escuálidos y mezquinos de la tierra.
Andaban extraviadas por esos
dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más
vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión,
suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban. Era verdad. A la mayoría
le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre.
Las más porfiadas, que eran las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de
que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol,
pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso,
los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas
ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la
media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor
del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las
mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían
cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de
compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue
entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel
cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado
en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los
travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus
tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la
silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban,
hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe
señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas
de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así
estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin
haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera
hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el
bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres
frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la
cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para
siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras
grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a
sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los
lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el
ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto
que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial,
el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el
ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de
júbilo entre las lágrimas. —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es
nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que
frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo
único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que
prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas
angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas
de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados.
Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que
fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y
los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran
a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras
más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el
tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los
arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los
escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera
de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no
estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les
subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto
tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y
calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas
seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando,
mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los
hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un
muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las
mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el
pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban.
No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir
Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de
gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero
Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un
sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas
que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la
cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de
ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello
iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me
hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera
trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar
ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no
molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver
conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más
suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que
sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta
ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de
Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían
concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar
flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les
contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron
más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía
caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le
eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos,
tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo
terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a
distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar
al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban
el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los
acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la
desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños,
frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para
que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento
durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo.
No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que
ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que
todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más
anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de
Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que
nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué
lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de
colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el
espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los
acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los
grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el
capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su
astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el
promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas:
miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de
las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los
girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.